Dicen que el mejor negocio es comprar a un hombre por lo que vale y venderlo por lo que él piensa que vale.
No sé si es así, pero lo que se me hace evidente es que a todos nos ocurre que imaginamos valer más de lo que los demás piensan que valemos. Tenemos una cierta tendencia a considerarnos mejores de lo que realmente somos.
Con frecuencia establecemos nuestro propio valor por lo que hacemos, por lo que representamos, por lo que tenemos. Y entonces, erramos el tiro.
Ya en el siglo I Juvenal, poeta satírico romano, afirmaba que "la integridad del hombre se mide por su conducta, no por sus profesiones".
También observamos que no siempre nuestra conducta es recta. En ocasiones no nos salen las cosas como queremos que nos salgan. Ni siquiera podemos garantizar querer hacer las cosas con rectitud. Hacer el bien exige aprendizaje, además de querer hacerlo. Séneca, filósofo latino contemporáneo de Jesucristo, se formulaba la siguiente pregunta retórica: ¿Qué importa saber lo que es una recta si no se sabe lo que es la rectitud?
Cuando nos proponemos vivir en cualquier circunstancia una vida recta disponemos nuestros pasos hacia la altiplanicie de la integridad. La mirada de otros no perturbará nuestro buen hacer ni nuestro bien pensar, sobre todo porque "sólo el hombre íntegro es capaz de confesar sus faltas y reconocer sus errores" (Benjamín Franklin).
Ahora, querido lector, ¿te atreves a destapar el frasco de las esencias de tu propia integridad?
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